A veces todo me parece de otro siglo:
las casas de tejas con enredaderas, las
mujeres con bebés
cruzando la calle, los árboles sin
hojas, el cielo de las cinco
en un pueblo de paso.
Como si todo hubiera dejado de existir
hace tiempo
como si todo perteneciera a un pasado
olvidado
y de las cosas sólo quedaran los
conceptos que a veces recupero
asombrada, como ahora,
y cuando eso
sucede me dan ganas de llorar
con una duración proporcional al
tiempo
en que los conceptos tardaron en
vaciarse de materialidad
y me dan ganas de correr aunque eso
signifique
la soledad eterna en medio de la
naturaleza eterna.
A mirar y escuchar la montaña y el
cielo el resto de mi vida
hasta que todo vuelva a ocupar su lugar
de contenido
total
hasta que todo tenga otra vez su
original consistencia
y esté el mundo y esté yo dentro
de un paisaje sólido, visible,
inconfundido.
Esa desesperación, la sombra de un
árbol
esfumándose entre las últimas luces
de un pueblo en invierno,
eso es dios para mí.